Algunos días amanecen más oscuros
que otros. Hoy toca uno de esos en los que sin parpadear miramos alrededor
temblando ante la similitud de un presente tocado de pasado con el aire de entreguerras
que parecemos respirar. Y a pesar de todo cogemos la careta del armario y
salimos a comernos el mundo platónico de nuestras pantallas. Con la mía cargada
de la melancolía adocenada de los misántropos de mi generación, vuelvo a La
Abadía. Allí me esperan Bernhard, Lupa y el Lliure. Inspiro hondo porque a
pesar de la escenografía cerrada, se avecinan curvas en los entretantos.
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Teatro: Tierra baja en La abadía.
Últimamente en el blog nos preguntamos sobre el por qué del teatro. Sobre el rol del público, su sentir, y su sentido. Le damos vueltas a la consideración de la escena como un divertimento menor por algún intelectual con sospechosas marcas blancas sobre sus hombros. Y no concluimos mucho, pero leemos bastante, y así, leyendo, nos topamos con cosas como la siguiente:
Últimamente en el blog nos preguntamos sobre el por qué del teatro. Sobre el rol del público, su sentir, y su sentido. Le damos vueltas a la consideración de la escena como un divertimento menor por algún intelectual con sospechosas marcas blancas sobre sus hombros. Y no concluimos mucho, pero leemos bastante, y así, leyendo, nos topamos con cosas como la siguiente:
“El
arte no se define por el placer que proporciona (no se define por nada, porque
no tolera límites o bien él mismo es un límite). Si va acompañado por el placer
es porque abre como el placer abre: porque pone en juego al cuerpo completo y la
existencia entera en la tarea de creación o recepción estética. Es decir, porque descoloca y pide cuestionar”.