El actor que se encuentra ante su gran oportunidad es capaz de cualquier cosa por conseguir el éxito. Se ve atrapado, el entorno no le deja avanzar, se ve acorralado y necesita escapar, atacar, enfrentarse a quien sea para conseguir sus objetivos. El actor frente a si mismo, ante la creación del personaje clave de su carrera, ante la interpretación que cambiará su vida. Y damos fe de que todo esto y mucho más le ha ocurrido a Joan Carreras al enfrentarse a este montaje. El papel de su vida, la interpretación que todo actor está buscando, el momento de gloria que no se puede dejar escapar. Atrévanse a entrar en el Teatro Abadía y descubrir la lucha del actor por controlar al personaje, por hacerse con él, por crearlo a su modo, por no dejarse devorar por la ocasión.
Lo único malo que diremos de esta obra es que sólo estará en cartel hasta el Domingo 9 de Octubre. Es cierto que es una reposición y que ya ha pasado por Madrid en otras ocasiones, pero viendo lo que se mantienen en cartel otras obras de mucha menos calidad nos entristece que esta joya esté apenas once días en el Teatro Abadía. Llenará cada pase, o al menos eso esperamos, porque pocos montajes mejores, mejor construidos y más completos se podrán ver este año. Porque todo en esta obra rezuma sensibilidad, amor al teatro y a la palabra, al intérprete y al público, a las tablas y al Teatro como esencia de todas las artes. Un texto impecable, una dirección minuciosa y una interpretación prodigiosa son los mimbres sobre los que se asienta esta obra maestra.
Esta producción de Temporada Alta 2020 y el Grec 2020. Festival de Barcelona, ha sido considerada por crítica y público como una de las mejores obras de aquel fatídico año pandémico. En aquellos tiempos, tan difíciles para todos, tiene aún mayor mérito conseguir levantar un proyecto como este, que pese a su pequeño formato tiene una máxima complejidad tanto de dirección como de interpretación. Una obra que analiza el clásico de Shakespeare, o más bien lo desmenuza para nosotros. Pero no solo al bardo, sino al propio teatro, desde los componentes de la compañía hasta los espectadores, pasando por los técnicos. Pero todo con una minuciosidad impecable, con una mala uva desgarradora, que nos incomoda por lo sutil y nos saca una sonrisa por lo ingeniosa. Una pieza metateatral, que nos habla de las entrañas mismas del teatro desde la postura de quien lo conoce bien, desde la soberbia de quien cree conocer todos los secretos, desde la arrogancia de quien ve los errores ajenos pero no los propios. Una descomunal propuesta que nos descoloca desde el comienzo, nos zarandea durante toda la obra, para dejarnos tan extasiados como si hubiésemos formado parte del elenco (aunque en cierto modo lo hayamos hecho).
El texto es una pequeña genialidad del joven dramaturgo, director y actor uruguayo Gabriel Calderón, que nos embriaga con la contundencia de lo que nos cuenta, nos agasaja con un texto inteligente, nos sorprende con un construcción precisa y deliciosa. Un monólogo que nos habla del mundo del teatro, pero también de lo que somos como sociedad. Nos habla de la necesidad de leer, de cultivarse, de los "productos" que llenan las salas (ya sean de teatro o de cine) frente a las penurias de proyectos más sesudos o profundos. El autor consigue hacernos partícipes de los cabreos del protagonista, de sus reivindicaciones, de sus súplicas. En torno al texto de Shakespeare y utilizando el apodo por el que era conocido el rey Ricardo III (el jabalí), Calderón consigue tejer una exquisita tela de araña en la que nos vemos atrapados, nos emociona y nos hipnotiza, nos divierte y nos enfurece, nos hace vibrar como debería hacer siempre el teatro.
Estamos ante una de las obras más inteligentes, ingeniosas y redondas que se puedan ver. Todo en ella encaja a la perfección, el texto es impecable, la dirección delicada y casi quirúrgica, la escenografía es ingeniosa e hipnótica, la iluminación es elegante, y la interpretación es simplemente prodigiosa, un máster de interpretación en poco más de una hora. Es una delicia ver una propuesta tan valiente, tan hermosa, tan profunda y a la vez tan entretenida como la que nos propone Gabriel Calderón, llena de intenciones y con el poso de lo brillante, de aquello que conforme lo estás disfrutando te das cuenta de que estás ante algo diferente, único.
El texto es una bomba de relojería en la que se nos muestra la ambición del actor, casi obsesiva, la maldad y el despotismo con el que trata a la gente de su entorno, la envidia y el desprecio por aquellos que por diversos motivos no son lo que él espera. Pero también conoceremos a este maquiavélico personajes que nos atacará como público, por no estar al nivel de su talento. Le descubriremos sus ansias de poder, sus intenciones más sórdidas, sus heridas aún enquistadas sobre todo lo que le ha ido marcando. El actor que se va mimetizando con el personaje, una transformación que conlleva un viaje a los infiernos. Actor y personaje se acaban fundiendo, descubrimos como comparten la parte más instintiva y primaria que tenemos todos, pero que ellos son capaces de mostrar sin tapujos a un público, ya estas alturas entregado (pese a que de esa lengua viperina también salgan menosprecios para los espectadores, invitándonos a leer más).
La obra nos sitúa ante un actor que se enfrenta al reto de interpretar Ricardo III, el monarca despiadado de la tragedia de Shakespeare. Una función metateatral que nos mete de lleno en el proceso creativo del actor, en su intento por conocer a fondo todas las aristas de este complejo personaje. El actor lleva toda la vida haciendo papeles secundarios y ahora está ante su gran oportunidad, el momento en el que puede demostrar todo lo que vale. Pero ante esta gran oportunidad piensa que nadie está a la altura, ni el elenco ni el director, que le parece un inepto. Comenzamos a ver como el actor construye el personaje y como salen a relucir las similitudes entre la personalidad del actor y del monarca. Ambiciosos, inteligentes, sin escrúpulos... El actor va descubriendo como se embriaga con sus ansias de poder y que será capaz de cualquier cosa por conseguir el éxito.
Para él, los actores que le rodean son unos blandos, unos mediocres, un lastre para conseguir su meta. Conforme avanza la obra se van entrelazando las vidas del actor y del personaje, la relación entre ambos se fortalece, con el espectador como gran confidente de esta unión. El actor hará lo que sea por conseguir su sueño, nadie le apartará de su meta, será capaz de engañarnos, de seducirnos, estén atentos. Esta "Historia de un jabalí" es la radiografía del hecho teatral y nos propone una interesante reflexión sobre los límites de la ambición humana.
Y ahí le tenemos a él, Joan Carreras (Premio Max 2020 al Mejor Actor, irrefutable), que es actor y es personaje, que es narrador y crítico, que es un compendio de todas las piezas que componen el arte del Teatro. Este actor catalán nos deslumbra con su presencia, con su despliegue interpretativo, con su imponente máster en interpretación en el que nos deja boquiabiertos durante los setenta minutos que dura la obra. Un monólogo en el que él mismo hace y deshace, entra en personaje, se dirige al público, para la función, insulta a los técnicos, todo con una carga emotiva desbordante, con una fuerza y una presencia avasalladoras. Una interpretación que destila vida, emoción, mala leche, arrogancia, impactantes reflexiones sobre nuestra sociedad y sobre el mundo del teatro. Un personaje que es el actor, un actor que se mimetiza con el personaje, para ser uno solo, para ser todos los personajes y todos los actores posibles.
Joan Carreras se desdobla constantemente, en un trabajo fabuloso, en el personaje de Ricardo III, pero también será el inútil director del montaje, el joven actor de la compañía, Lady Ana, la productora de la obra, la Reina Margarita, una infinidad de registros que nos mostrará con una destreza encomiable. Incluso tendrá momentos para ser él mismo y dirigirse al público como Joan Carreras. Es capaz de llegar a todos esos matices con un preciso movimiento corporal (increíble sus movimientos de hombro, su expresión corporal), con una mueca apenas apreciable, con un ligero cambio de voz, con una modificación en el gesto, con una variación en el intención de las palabras. Toda una lección de cómo se deben hacer las cosas, de la presencia en escena, de la dicción, del cambio de registro, del dominio del cuerpo y del espacio.
Y esta fabulosa interpretación está enmarcada en una deliciosa escenografía diseñada por Laura Clos, que con unos sugerentes escalones y en un pequeño espacio consigue condensar el mundo del teatro, con pequeños telones que nos descubren mundos escondidos, y con unas tramoyas presidiéndolo todo desde el escalón superior. Por ellas transitará el actor y todos los personajes que interpreta, con un despliegue maravilloso que acaba siendo una maraña interminable de trozos de vida. Todo esto está bañado por la precisa y minuciosa iluminación de Ganecha Gil, que da la tonalidad precisa a cada escena. El espacio sonoro de Ramón Ciércoles es elegante y muy preciso. Y por último el vestuario de Sergi Corbera, minimalista pero muy ingenioso, dando una primera impresión sobre el actor que luego irá mutando al mimetizarse con el personaje del rey. Impecable en este proceso el trabajo de Nuria Llunell en el caracterización.
¡Mi reino por un espectador inteligente! No creo que exista mejor manera de acabar un espectáculo que demandando espectadores que sepan apreciar la labor de los actores, de los técnicos, de los dramaturgos, de los directores. Este montaje nos hace amar un poco más el bello arte del teatro, reflexionamos sobre la labor del actor, sobre la importancia de la lectura para cultivarnos, la necesidad de un público implicado e inteligente que sepa valorar las intenciones del teatro, que no asocie el acudir a la sala como un mero entretenimiento, sino que busque en las tablas algo más. Estamos ante un espectáculo que debería verse en todas las escuelas de interpretación, pero también en institutos y universidades, para que todos seamos conscientes de la necesidad de convertirnos en esos ansiados espectadores inteligentes por los que suspira el actor.
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