Hay funciones que te dejan con la sensación de haber estado mirando a alguien muy de cerca, tanto que acabas viendo tu propio reflejo. Eso pasa con "Dibujo de un zorro herido", el nuevo trabajo de Oriol Puig Grau, que estos días ocupa la Sala Princesa del Teatro María Guerrero, dentro del Centro Dramático Nacional.
"Dibujo de un zorro herido / Dibuix d’una guineu ferida" arranca con Ferran, un profesor de infantil, descubriendo el autorretrato de un pintor de su misma edad en una galería de arte. El cuadro fue pintado hace cuatro años, y el artista —Daniel Gómez Mengual— murió un año después en un accidente de coche. Camino a casa, Ferran encuentra el autorretrato en Instagram y se pierde entre las fotos aterciopeladas de la vida del pintor. Una vida que terminó de golpe. Comienza la obsesión. Los vídeos de fiestas navideñas y baladas al piano se entrelazan con los de experimentos de choque entre coches: airbags, dummies volando por los aires, cristales estallando.
Una pieza íntima, inquietante y afinada, donde un solo actor —Eric Balbàs, en una interpretación brutal— sostiene durante 105 minutos un viaje hacia el terreno más resbaladizo del yo: ese lugar donde la fascinación se convierte en identidad y la imitación roza la locura. El punto de partida parece casi trivial, pero Ferran, sin apenas darse cuenta, empieza a borrarse en ese otro ser al que no conoce de nada. El título ya da pistas: el zorro, animal escurridizo y astuto, que sangra sin dejarse atrapar. Ferran es un poco eso: alguien que intenta sobrevivir a su propio desgarro sin que nadie lo note.
Lo que Puig Grau propone es una parábola contemporánea sobre la
identidad en tiempos de exposición constante. ¿Cuánto de lo que somos nace del
deseo de parecernos a alguien? ¿Dónde acaba la admiración y empieza la
suplantación?
El texto se mueve en esa ambigüedad incómoda entre lo íntimo y lo
simbólico, entre lo que podría ser una historia de amor y lo que quizá sea solo
una proyección de soledad. El tema de fondo es universal: cómo se construye la
identidad en un mundo saturado de imágenes. El retrato del otro, la copia, el
espejo. Instagram, Grinder, los cuerpos como escaparate y como consumo, el no
conectar con el otro. Uno de los grandes aciertos del texto es esa capacidad de
dejarte incómodo, pensando. Cómo las decisiones que se van tomando pueden
transformar tu cuerpo y tu mirada.
Puig Grau, que ya había mostrado una voz muy personal en textos como "Els
ossos de l’irlandès" o "L’amor (no és per a mi, va dir Medea)", da aquí un paso
más: condensa su escritura, elimina adornos, trabaja el monólogo como una
disección. La obra tiene algo de confesión, algo de delirio y algo de diario
artístico. El resultado es una pieza que se mueve entre la palabra poética y la
tensión del thriller psicológico, sin caer nunca del todo en ninguno de los
extremos.
En un momento del texto, el personaje dice: “Estoy hecho de anhelo e
inquietud”. Esa frase resume toda la experiencia de la obra. El espectador
observa cómo ese “yo” se disuelve poco a poco, sin dramatismo ni efectismo,
sino como un desliz suave y perturbador.
Puig Grau dirige con un pulso medido, sin trampas emocionales. Sabe
cuándo dejar respirar al silencio, cuándo cortar una frase en seco, cuándo
permitir que una mirada al público pese más que una metáfora. Hay una precisión
casi quirúrgica en su trabajo, que recuerda al mejor teatro centroeuropeo:
sobrio, introspectivo, limpio.
Y en el centro de todo, Eric Balbàs, que se confirma aquí como uno de
los intérpretes más prometedores de su generación. Su Ferran no busca el
aplauso fácil ni el gesto grandilocuente. Trabaja desde dentro, con una
sutileza que se agradece. Con unos cambios de registro donde su interpretación
recorre más de cinco personajes. Un trabajo maravilloso.
Hay momentos en los que apenas se mueve, pero su respiración ya está
contando otra historia. Otros en los que el cuerpo se crispa o se curva, como
si el personaje quisiera escapar de sí mismo. No hay impostura en su trabajo, y
eso, en un monólogo tan desnudo, es oro puro.
Balbàs, formado en el Institut del Teatre, viene de proyectos
televisivos y cinematográficos como "La Mesías" o "Bird Box: Barcelona", y su paso
por la Sala Beckett le ha dado esa mezcla rara de rigor y riesgo. En "Dibujo de
un zorro herido" pone todo eso en práctica: voz medida, fisicalidad contenida,
una especie de fragilidad controlada que hace que cada frase parezca brotarle
desde el estómago.
El resultado es un espectáculo que no necesita grandes medios para
atrapar. Su fuerza está en la contención. En ese espacio vacío, el espectador
proyecta su propia historia, sus propios miedos a perderse en otro.
La puesta en escena sigue esa misma línea de depuración. Un solo cuerpo,
muchos espacios y escenas que se dan en
un solo lugar. Desde una galería de arte, un piso compartido y una sala de
profesores. Todo en un mismo espacio, pero el personaje nos lleva por esos
escenarios con una facilidad pasmosa.
La luz, el sonido y la voz son los tres elementos con los que Puig Grau
construye su pequeño universo. La decisión de concentrarlo todo en un único
intérprete no es casual: el monólogo, en este caso, no es un recurso económico,
sino una declaración estética. Ferran no dialoga con nadie porque su conflicto
es interno. El escenario se convierte en una mente abierta. En algunos
momentos, la luz estroboscópica irrumpe brevemente: un fogonazo que no busca el
efecto visual, sino el impacto sensorial, ese parpadeo donde se pierde la
noción de quién habla y quién es mirado.
La música funciona como contrapunto emocional. La canción que lleva al
personaje a fusionarse con su doble, “The Fox In The Snow”, suena en varios
momentos, y a la vez resuenan pequeños pulsos, respiraciones electrónicas, un
zumbido que crece o decrece según el estado mental del personaje. Todo está al
servicio de la fragilidad de Ferran: la escena vibra con él.
El teatro de Oriol Puig Grau se ha ido definiendo por una obsesión: el
desdoblamiento. Sus personajes viven entre dos identidades, entre el deseo y la
culpa, entre lo real y lo imaginado. En "Dibujo de un zorro herido" esa obsesión
alcanza su forma más concentrada.
Su dramaturgia se inscribe en esa corriente que podríamos llamar
“intimismo crítico”: historias pequeñas que, sin proponérselo, acaban hablando
de todos. La palabra convertida en imagen.
Hay ecos literarios que sobrevuelan la obra: el "Mr. Ripley" de Patricia
Highsmith, "Persona" de Bergman, o incluso "Copia fiel" de Kiarostami. Pero "Dibujo
de un zorro herido" no se apoya en esas referencias; las usa como fondo de resonancia.
Lo suyo es más íntimo, más doméstico: un hombre corriente, un retrato, una
fascinación que crece hasta consumirlo.
El final de la obra no quiere ofrecer respuestas, sino sostener la pregunta. Lo que queda al salir del teatro no es la historia, sino una sensación: la de haberse asomado a un espejo que devuelve una imagen desconocida. No pretende gustar a todo el mundo, es una pieza que incomoda, que a veces se escapa, que pide al espectador que haga su parte. Pero también es una demostración de madurez artística, de confianza en el lenguaje escénico, y de la enorme potencia que puede tener un solo actor sobre un escenario.
RESEÑA ESCRITA POR GEMA COLADO
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Funciones en catalán: 15 y 16 de Noviembre
Taller de conciliación: 25 Octubre
EQUIPO
Texto y dirección
Oriol Puig Grau
Reparto
Eric Balbàs
Escenografía
Monica Boromello
Iluminación
Marc Salicrú
Vestuario
Ana López Cobos
Música y espacio sonoro
Fernando Epelde
Coach de acentos
Carlota Gaviño
Ayudante de dirección
Rita Molina Vallicrosa
Ayudante de escenografía y vestuario
Mauro Coll Piotrowski
Estudiantes en prácticas
Melvin Parrales y Alba Vinton
Diseño de cartel
Emilio Lorente
Fotografía
Geraldine Leloutre
Tráiler
Macarena Díaz
Producción
Centro Dramático Nacional







