Nuestros muertos. Sala Cuarta Pared.

La crueldad de los asesinatos y de los vivos que se quedan heridos para siempre por el recuerdo de sus seres queridos desaparecidos. El dolor y el perdón, quizás deban ser caras de la misma moneda, a lo mejor el uno es necesario para aliviar el otro. Esta radiografía de los dos periodos san sangrientos de la historia reciente de nuestro país nos pone frente a la realidad del dolor y del sinsentido del asesinato, en este caso por dos ideologías antagónicas. La muerte en el centro, como eje central para explicar lo que somos y para explicar de donde venimos.




Esta desgarradora y demoledora propuesta dejó a todo el patio de butacas helado el día de su estreno por la contundencia del relato, por el apabullante dolor que desprende cada escena, por la sinceridad con la que hablan los personajes, por la verdad que destila el relato, por el dolor que sobrevuela toda la obra. Una impecable pieza que nos hace reflexionar sobre lo somos, tengamos o no muertos en las cunetas o parientes encarcelados por terrorismo.


La compañía Micomicón vuelve a ponerse frente a uno de los momentos claves de nuestra historia reciente y en la secuela traumática que arrastra, para darnos su particular visión de las atrocidades cometidas por el bando nacional en la Guerra Civil y la posguerra y por los comandos terroristas de ETA. Los textos de Laila Ripoll y Mariano Llorente nos han traído ecos de guerras latinoamericanas y traumas de nuestra sempiterna Guerra Civil, hemos visitado hospicios con olor a pis y sangre, hemos pedido insistentemente la bicicleta robada a nuestro pariente ejecutado, hemos abierto cajas cuyos secretos nos han llevado a conocer lo que escondía la palabra Jasenovac, hemos abrazado en un doloroso homenaje a aquellos españoles que acabaron en Mauthausen y hemos entendido con espanto el origen de muchos de esos malos momentos cuando nos adentramos en las causas y consecuencias de la guerra del Rif. Esta vez, vuelven a abordar la propuesta desde una visión humanista, queriendo centrarse en las personas que sufren esas atrocidades, y en los que aún habiéndolas cometido se arrepienten y sufren de un modo similar por el dolor causado.


El texto de Mariano Llorente (Premio Nacional de Literatura Dramática en 2015) es un prodigio de ingenio y valentía, al hablar sin tapujos de las víctimas y los verdugos, poniéndolos frente a frente, para que puedan explicarse y saber las razones que les llevaron a hacer lo que hicieron. La obra se convierte en un diálogo pendular a cuatro voces entre víctimas y verdugos; entre la posibilidad de perdón y la traición; entre dos fuerzas que han marcado profundamente la historia reciente de nuestro país. Un relato que nos golpea con fuerza, que hace tambalear los cimientos de nuestra sociedad, en el que descubrimos el sufrimiento de todos los que cargan con muertos a sus espaldas.




El diálogo va fluyendo y nos va abriendo puertas del pasado, lugares que permanecían cerrados desde hacía mucho tiempo. Este es el encuentro entre dos personas a las que les une un vínculo terrible: un asesinato. Uno de ellos fue el que lo llevó a cabo, la otra la que lo sufrió, al ver asesinado a su hijo. Las miradas y los silencios pasan a ser parte esencial de la trama (y paradójicamente también del texto, por la presencia tan poderosa que tienen en la obra). Hay silencios incómodos, miradas de dolor y otras de arrepentimiento, pero también confesiones entre el preso arrepentido y la mujer que perdió, hace ya dos décadas, a su hijo.

Uno de los elementos más interesantes de este montaje es la maestría con la que Mariano Llorente juega con las palabras y los silencios, con las luces y las sombras, con lo que se dice y con los que se calla. Un entramado de recuerdos que van aflorando, con mayor o menor dificultad, para mostrarnos unas vidas marcadas por el dolor y la muerte. Ese camino nos llevará al instante preciso en que un hombre que fumaba un cigarro en un descanso del trabajo es despedazado por un coche bomba en 1989 al momento exacto en que un alcalde republicano recibe un tiro en la nuca y es arrojado a una fosa en 1936. Y entonces la anciana, que era madre, sólo madre de un hijo brutalmente asesinado, deviene en niña de 8 años y se transforma en hija de un padre brutalmente asesinado.



La pieza se convierte poco a poco en un inquietante juego de espejos en el que la violencia de una cuadrilla de falangistas y la de un comando de ETA se mira a los ojos para asombrarse, para interpelarse, para interrogarse. Y con la tensión de ese diálogo envenenado, salen a relucir los momentos más dolorosos y tensos de nuestra historia reciente, salpicada por la violencia de ambos lados. Esta conversación a pecho descubierto deja en el aire algunas preguntas que caen como bombas en la sala: "¿También nosotros hubiéramos matado a Lorca por españolazo? Al fin y al cabo, matamos a José Luis López de Lacalle después de comprar los periódicos de la mañana". Preguntas y respuestas que nos descolocan, que nos dejan un poso denso sobre el que recapacitar y muchas preguntas sin respuesta. ¿Qué habríamos hecho cualquiera de nosotros viviendo en Euskadi en aquella época? El discurso con el que el preso explica lo que llevó a entrar en la banda está lleno de todas las inquietudes propias de la izquierda, y nos hace pensar que cualquiera habría sido seducido por esas ideas. Otra cosa muy distinta, obviamente, es el uso de las armas. En esa fina línea se mueve el texto. Inquietante, perturbador, y a la vez real como la vida misma.



La historia nos muestra a una mujer octogenaria que acepta reunirse con el preso de ETA que asesinó a su hijo. Él está arrepentido y ella necesita mirarle a la cara y preguntarle por qué lo hizo. La obra se basa en uno de los llamados encuentros restaurativos, que comenzaron en Nanclares de Oca en el año 2011. El punto de partida de la historia ya nos muestra como es nuestra sociedad, reflejada en la familia de la anciana, que se divide ante la posibilidad del encuentro entre la mujer y el asesino de su hijo. Pero como si de un rompecabezas se tratase, la historia se va reconstruyendo, con continuos flashbacks, para explicarnos las razones que empujaron al joven a actuar así, a la vez que vamos conociendo el pasado de la mujer, vinculado a los horrores de la guerra civil.

Durante la conversación de estos personajes aparentemente antagónicos, vamos teniendo momentos de gran tensión con otros más serenos, llegando incluso a escenas de humor, siempre con la tensión propia de la situación sobrevolando la escena. Poco a poco se van desgranando muchos de los temas esenciales que marcaron los años más sangrientos de la banda terrorista, pero también viajaremos hasta la represión franquista, que arrebató la vida del padre de la anciana, hace ochenta años, y que provocó el inicio de una dictadura que dejó miles de muertos por todo el país. Uno de los puntos fuertes de esta propuesta es ver este es un diálogo donde el coche bomba convive con las pistolas de una cuadrilla de falangistas, para adentrarnos en la soledad de quien fue víctima de ambos.



Y todo esto lo veremos interpretado por cuatro fantásticos actores, capaces de moverse por estos lugares tan oscuros y de mostrar el dolor y la angustia vinculados a la muerte. María Álvarez y Carlos Jiménez-Alfaro son la anciana y el terrorista arrepentido, y nos regalan unas interpretaciones fantásticas desde la mesura y la contención, cargando de sentido y contenido cada mirada y cada silencio (el encuentro inicial, en silencio, contiene tanta tensión que nos mete de lleno en la historia). Dos interpretaciones fabulosas, llenas de aristas y matices, de angustia reprimida, de dolor que va erosionándolo todo, de cuentas pendientes y de preguntas en busca de respuesta. La compenetración de los dos actores es fabulosa, capaces de transmitir todo el bagaje interior que arrastra cada uno de sus personajes.

Junto a ellos veremos en escena a Clara Cabrera y Javier Díaz, que interpretan a los dos personajes en su juventud, en los continuos flashbacks con los que se va reconstruyendo la historia de ambos. Dos personajes jóvenes y vitales, una desde la inocencia de la niñez, el otro desde la efervescencia de su compromiso político con la organización terrorista. Dos espejos en los que se reflejan ellos mismos años después, para intentar comprender como han llegado hasta allí. Dos interpretaciones convincentes y contundentes, muy alejadas de los otros actores, lo que da más valor a los cuatro intérpretes, capaces de diseccionar lo que ocurre en escena en cada instante.


Todo esto transcurre en una sencilla escenografía, diseñada por Laila Ripoll (responsable también del vestuario) que consiste en esa sala donde se encuentran la anciana y el preso, compuesta por una mesa y dos sillas. No se necesita nada más. La sencillez escénica ayuda a la complejidad de la trama, centrando la propuesta en lo que se tiene que contar, casi a modo de lectura dramatizada, en la que las miradas y los silencios son los elementos que apoyan y consolidan cada palabra. El otro elemento definitorio del montaje es la precisa iluminación de David Roldán, que juega con maestría con las luces y las penumbras, dando un tono lúgubre al montaje de lo más acertado. Por último, la música que nos lleva por toda la historia ha sido creada por Mariano Marín.



En definitiva, estamos ante un contundente relato de lo que es nuestro país y de todos los muertos con los que cargamos como sociedad. Pero es este un montaje que invita a la reflexión y al perdón, como punto de partida para poder dejar atrás el odio y el rencor y poder mirar hacia adelante. Muchos serán los que vean en esta pieza un panfleto, los que se vean identificados con la hija mayor de la anciana, que ve el encuentro como una traición a la memoria del hijo muerto, pero si nunca se comienzan a tender puentes y se intenta seguir viviendo, la vida puede ser extremadamente dura y dolorosa. Porque los muertos los lleva cada uno a sus espaldas, pero la vida continúa y el diálogo nos debe ayudar a continuar y a intentar entender. Una obra tan dolorosa como bella, pero sobre todo, muy necesaria. No la dejen escapar.

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Teatro: Sala Cuarta Pared
Dirección: Calle Ercilla 17.
Fechas: Del 18 de Enero al 3 de Febrero. Jueves, Viernes y Sábado a las 20:30. 
Duración: 90 min. 
Entradas: Desde 14€ en Cuarta Pared


Texto y dirección: Mariano Llorente
Interpretación: María Álvarez, Carlos Jiménez-Alfaro, Clara Cabrera, Javier Díaz
Vestuario y escenografía: Laila Ripoll
Música: Mariano Marín
Diseño de iluminación: David Roldán
Ayudante de dirección: Héctor del Saz
Producción y distribución: Joseba García
Fotografía y gráfica: Javier Naval
Prensa y comunicación: María Díaz
Grabación obra y teaser: Miguel Ángel Calvo Buttini
Edición teaser: Juan Poveda


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