En un mundo que gira sin pausa, el teatro
propone otra dirección. No es GPS, es brújula. No marca atajos, sino sentido.
Mientras la ciudad corre, el escenario detiene.
Desde sus orígenes en la Grecia clásica, el
teatro ha sido una herramienta de expresión cultural, política y social. El
rumbo del teatro es reflejar la realidad de una época, por mucho que eso le
pueda perjudicar.
El teatro siempre ha sido eso: lugar de preguntas, no de respuestas. Pero también puede perder el norte, cuando se encierra en sí mismo y naufraga en la superficialidad o se ahoga en la repetición de fórmulas vacías, olvidando su poder transformador y buscando la fama para llenar los patios de butacas. El teatro no debería depender del reconocimiento mediático para existir, sino del deseo urgente de provocar una sacudida social.
“Lo urgente no es ser premiado. Lo urgente
es ser necesario”, decía un director en una entrevista improvisada tras su
función. Esa frase no necesita más guión.
Porque la realidad es que la mayoría de
quienes se dedican al teatro no pueden vivir sólo de él. Muchos artistas se ven
obligados a compaginar varios trabajos para poder seguir haciendo lo que aman.
“Muchos llenamos salas, pero no las
neveras”, decía una actriz en el Umbral de Primavera. Y no lo decía en broma.
Por otra parte, la gestión de los teatros
públicos también influye directamente en la coherencia de su programación. La
dirección artística de los teatros públicos no puede ser un juego de rotaciones
constantes sin un horizonte común. Cuando los espacios escénicos pierden una
línea clara, se convierten en amalgamas sin identidad definida, donde todo cabe
pero nada cala.
El teatro debe ser una brújula para el
cambio social, pero como bien decía Séneca, “no
existe viento a favor para quien no sabe dónde va”.
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Artículo escrito por Laura Balo