Ciertamente la lógica aparente de las cosas queda al margen cuando nos sumergimos en una obra de Harold Pinter. Nada parece tener sentido hasta que su lenguaje nos va adiestrando en una forma distinta de mirar, como si estuviéramos ante una obra abstracta o cubista. Rotos los lazos con una realidad aparente esa apariencia inconexa va dejando paso a otra dimensión, a otra lógica de las cosas. Hoy lo llamarían distopía o deconstrucción… en unas palabras que ya se me están quedando viejas o algo pedantes. ¿Distopía? ¿Qué es una distopía?¿No es todo una distopía?
Lo genial de Pinter es que, en ese teatro abstracto heredero de Samuel Becket,
las piezas del puzzle empiezan a ordenarse y descubrimos que nada de ese mundo
extraño es ajeno al espectador, aunque pueda no parecerlo. Y eso a pesar de que
el teatro de Pinter nos descoloca radicalmente desde la primera frase. Tengan
paciencia. Estamos en otra parte, en un lugar lejano, dónde da la sensación de
que hablaran otro idioma, pero seguimos en el mismo sitio. Somos nosotros
mismos.
Estamos frente a un espejo donde empezamos a ver nuestra imagen deformada pero
con más nitidez.
Todo se puede decir bajo la batuta de Pinter, su texto es libre. Pocos
dramaturgos de nuestro tiempo han sido tan libres como él. La repetición de la
vida, la crítica descarnada a través de la locura, un humor inmanente a todo,
el absurdo como envoltorio de la existencia, el cuidado de lo pequeño y el
detalle son sólo algunos rasgos de uno de los autores con personalidad más
marcada del teatro contemporáneo. No en vano fue Premio Nobel en 2005. Pinter es,
sencillamente, genial.
Déjense llevar. Aunque no se entienda nada o parezca, a veces, una tomadura de
pelo. Pinter retrata al hombre como una criatura difícil, de una extraña
sensibilidad y con una muy compleja capacidad/incapacidad para comunicarse: "Usted tiene una forma de ser bastante...suya".
- “Siéntese…Siéntese”-
escuchamos varias veces al principio. Siéntense y dejen atrás sus prejuicios.
El cuidador es una obra de tres personajes, perdedores cada uno a su manera, en busca de refugio y de cuidado, que comparten una habitación. Un sintecho de cierta edad, bastante caspa y mucha jeta (Joaquín Climent), es acogido por un introvertido joven solitario/solidario, en tratamiento psiquiátrico (Juan Díaz), y un macarra friki dueño del piso (Álex Barahona) compartiendo compañía y casa. No saben si hacerle portero o echarle... el intruso lo va a alterar todo. La convivencia y sus derrotas. Pero son, en realidad, vidas sin resolver, atrapadas en el absurdo y la rutina, donde nada parece tener sentido y sólo se habla de los detalles, de los pequeños asuntos donde la cotidianidad se les atasca en un enchufe una y otra vez. Y es lo cotidiano, el refugio natural de buena parte de la humanidad. Por algo será.
Esta abstracción teatral se traslada a una puesta en escena que es, en este caso
(la versión de Antonio Simón y Paco Azorín), un collage de objetos
acumulados y repetidos, a modo de marco, envolviendo a los protagonistas en un ring donde tendrá lugar su combate
dialéctico como si fuera una performance de Arte Contemporáneo. Art Povera por
ejemplo.
De aquí no vamos a movernos, es siempre la misma habitación, hasta la claustrofobia.
Con Pinter el escenario es una trampa, un actor más. Y en él se consuma la despersonalización
del personaje. Se nos muestra al hombre atrapado como objeto…
- “Sillón de
madera de caoba, tapicería verde mar. En habitación; iluminación funcional”-… en
busca de su sensibilidad.
No hay un argumento claro en esta obra, porque casi no pasa nada. La rutina es el
hilo conductor de una historia circular sin historia, que empieza casi igual
que termina, prácticamente. Sólo hay cambios de sitio, de cosas o personas… No
es que no pase nada, es que lo que pasa resulta casi accesorio porque lo
accesorio se pone en primer plano. El desenlace es tan simple como el
argumento. Unos vienen y otros se van...Las cosas suceden igual que las palabras. Pero no hay que quedarse
ahí, Pinter nos invita a seguir escuchándole. Decir sin decir nada, no decir
nada diciéndolo todo. Cambiarlo todo para que todo siga igual. Eso es el Teatro.
Bien
interpretada y presentada, quizás me sobraron algunos tacos en la versión de Juan Asperilla, pero son cosas mías,
últimamente me he puesto un poco fino. Bien la luz y la música. Quizás esperaba
haberme reído un poco más pero el aroma de Pinter estaba en toda la obra. No
desmerecen y no es poco.
En algún momento o en muchos, Pinter resulta provocador. Es lo que quiere, su seña de identidad. Él es el dueño del escenario. Podemos llegar a preguntarnos incluso: ¿Qué pinto yo aquí? ¿Y esto es todo? Pero el que lo prueba repite. Recuerden “El Invernadero”… Algo hay de nosotros mismos que desvela su teatro. O eso me parece a mí. Es Pinter. Es... imprescindible.
Autor: Harold Pinter Traductor: Juan Asperilla Diseño de escenografía: Paco Azorín y Alessandro Arcangeli Diseño de iluminación: Pedro Yagüe Vestuario: Ana Llena Espacio sonoro: Lucas Ariel Vallejos Ayudante de dirección: Gerard Iravedra Productor: Jesús Cimarro Dirección: Antonio Simón
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