Salgo agotado del Bellas Artes. Salgo aturdido, lleno, pleno. Salgo mirando a la luna, mirando al mar. Al horizonte. Salimos de Nueva York, salimos con Alberto, con Federico. Salimos poetas.
Atrás queda la luz roja de inicio, donde los instrumentos nos esperan inertes, tranquilos, parados. El primero, la batería, y ya nos capta la atención. El contrabajo se une a la fiesta, luego la guitarra, el saxo… Después el poeta. Son todos Alberto. Son todos Lorca.
“La aurora de Nueva York tiene cuatro columnas de cielo”, y el jazz, siempre el jazz, que acompaña, que seduce, que llora con Federico. Que ríe con él. Que le mueve. Que le conmueve.
“No tengo más espectáculo que una poesía amarga, pero viva poesía”. Y ya nos atrapa el poeta que soy yo. Y ya es Alberto, es Federico, es uno. Esta es mi casa. Soy Federico. Soy Alberto, que ha venido aquí a luchar, no a entretener.
Y viene también el duende, y nos relata, nos cuenta esa estancia del poeta en la ciudad que nunca duerme. Ciudad que le acogió a finales de los años 20 en la insigne universidad de Columbia, como un estudiante más. Ocho meses en los que vivió el famoso Crack del 29, una de las mayores crisis del capitalismo. “De la esfinge a la caja de caudales hay un hilo tenso que atraviesa el corazón de los niños pobres”. Al año siguiente el poeta regresó a España tras estar en Cuba una corta temporada, donde siempre tendrá tiempo para ir a Santiago. Y en el 30, en una Residencia de Señoritas de Madrid, el maestro dio una conferencia donde presentó este libro, “Poeta en Nueva York”, escrito durante ese intenso viaje.
Y Alberto, Federico, nos lo muestra desde esa mirada, desde ese plano confuso entre el actor y el poeta, acompañado del duende, porque “con duende es más fácil amar y ser amado”.
Y nos lo transmite con esa magia, con esa poesía, esa angustia urbana en la rutina infernal de la prisa, del ayer, del vivir en el mañana, de los rascacielos que no consiguen ganar al cielo, pero casi. Del respirar aires impuros en el filo, sin reflexión, sin cuidado, sin amor porque “no hay tiempo de mirar una nube ni de dialogar con los vientos”.
Solo, errante, agotado, así se sentía Federico en esa atmósfera.
Acompañado, sólido, fresco nos presenta estos versos Alberto, como un animal. Un auténtico animal camaleónico, con registros, con presencia, con pasión, con asco, con ira, con dulzura, con amor, y con ese arte. Con verdad. Mucha verdad. “Hay que salir a la ciudad, hay que vencer a la ciudad”.
Y sentado en ese taburete que no está en el escenario, micrófono en mano, Alberto nos relata esos pasajes de Lorca sublimes, con los negros, en Harlem, en los domingos vacíos de Conney Island, en Wall Street, con aquellos ojos suyos, con esa niña ahogada en el pozo que tanto le recordó días pasados, a orillas del Hudson, en aquella ciudad ciega sin sueños, con su mascarón, su maldito mascarón.
Ciudad cruel que no ha luchado por el cielo, pero a la que le debe tanto.
Y aparece la luna, la sangre, el campo, la tierra. Y vuelven Bernarda, Yerma, la Ponzia, la novia. Y los caballos, y nos recuerdan al Lorca de aquí, al nuestro. Al luchador, al que siempre grita porque siempre hay que gritar.
Y me detengo en Alberto, en el maestro, en el poeta, en su saber hacer, en su trabajo descomunal, en su visión de todo esto, en cómo nos lo cuenta y como se lo cuenta a él mismo, y al propio Federico. Y como se le ve disfrutar ahí arriba, y sufrir, y amar, y sentir, y soñar, y gritar al mundo la soledad de la multitud. Y se quita la chaqueta, y se desabotona la camisa, porque es Agosto y se va al campo, a su raíz. Al aire. “Vengo del campo y me parece que lo importante…”
Y ya Lorca es Alberto, y también es Carmelo, y Juan Diego, y Alberto otra vez. Y Federico. Una libreta al lado me seduce, me desconcierta, me fascina. Y Alberto nos va guiando, nos lleva de la mano para que no nos perdamos nada, para que seamos capaces de gritar, porque hay que gritar. Y cantar, y Alberto nos canta esos poemas, acompañado de la Banda Obrera con Claudio de Casas, guitarra, Pablo Navarro, contrabajo, Gabriel Marijuan, batería y Miguel Malla. Saxofón, que nos transportan a golpe de jazz esa ciudad tan querida y odiada, temida y anhelada. El Nueva York de mentira que teje realidades sin descanso.
Y ya retorno al hogar, ya salimos, como Federico, ya regresamos, agotados, confundidos, abrumados. Rendidos. En silencio, digiriendo lo vivido, lo soñado, lo contado y lo cantado. Con esa grata sensación de lo maravilloso que es el teatro, de lo maravilloso que es Lorca, y lo maravilloso que es Alberto.
Vivan a Lorca, vivan Nueva York. Vivan a Alberto. Vivan teatro.
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Teatro: Teatro Bellas Artes
Dirección: Calle del Marqués de Casa Riera 2.
Fechas: Del 17 de Octubre al 30 de Enero. Lunes a las 20:00.
Entradas: Desde 15€ en Teatro Bellas Artes.
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