Sarah
Kane
fue una dramaturga británica que murió con 28 años. Parafraseando
sus palabras: su
mente fue desgarrada por el relámpago mientras volaba escapando del
trueno.
No
hay rastro de morbo en esta representación, sí mucha intimidad. Nos
quedamos a solas con una mente que sufre, pero que nos dice que no
desea la muerte, que ningún suicida la ha deseado nunca.
Natalia
Huarte
nos permite esa observación, de respiración contenida desde la
butaca, en la que gran parte del peso la tiene su voz. Una voz
pesada, cansada, que nos transmite que “se
siente como de ochenta años”,
que “está
harta de la vida y su mente quiere morir”.
Desde
la oscuridad, tumbada en la cama, nos hace sentir esa oscuridad que
habita, en la que siente que el futuro no tiene esperanza, que todo
le aburre y es un profundo fracaso. Que antes podía llorar, pero
ahora está más allá de las lágrimas.
La
propia cama nos hace sentir ese desinterés, ese caos de sábanas, el
agua derramándose por el colchón, el reguero de cosas por el
suelo. Una realidad material y palpable que no importa porque la
mente no la acompaña. Una
cama que parece una cueva, que la aísla y la protege de la humanidad
pero no de sí misma.
Nos
dice que le han repetido tantas veces que no es su culpa, que empieza
a creer que sí lo es.
Natalia
se expone, no solo emocionalmente, lo hace de forma física, con
respiraciones convulsas y estertores, con una desnudez que representa
esa
fragilidad y ese
hartazgo, en el que dice que espera que la muerte sea el final.
No
solo comparte sus pensamientos, también su evolución. Esas subidas
y bajadas de peso, esas listas interminables de antidepresivos y sus
efectos.
Por
eso son tan intensos los destellos de lucidez, incluso cierta
comedia, como cuando dice: “Soñé
que iba a ver a la doctora y me daba ocho minutos de vida. Después
de haber estado esperando en el consultorio durante media hora”.
Sorprende
que Sarah Kane sea capaz de escudriñar con esa claridad sus
propios pensamientos, de llevarnos a esos rincones de la mente que
habitualmente no se comparten, por cierto pudor, por cierta
vergüenza, por cierto miedo. Porque hay cosas que no se cuentan, que
quedan en la intimidad del propio individuo, pero negar la realidad
jamás ha ayudado a nadie. Eso sí, hay que ser valiente para ponerse
en un lugar incómodo. Por eso es tan valiente
el trabajo de Natalia, colocarse en ese lugar y exponerse de
esa manera. Por eso comprendí que le costara recibir los aplausos al
acabar la función, porque se había mostrado, porque había
recorrido caminos dolorosos y es difícil mirar al colectivo después
de haber compartido ese nivel de intimidad.
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